La reciente publicación de un informe sobre la salud mental de las personas LGBTIQ+ en Argentina reveló cifras alarmantes que exigen atención inmediata. Según el estudio, seis de cada diez personas del colectivo han considerado el suicidio, mientras que uno de cada tres ha sido sometido a intentos familiares de “corregir” su identidad mediante métodos que van desde terapias no éticas hasta el rechazo total.
Estos datos reflejan las profundas heridas que el rechazo social y familiar pueden generar. Los efectos psicológicos de estas experiencias no solo limitan la capacidad de los individuos para llevar una vida plena, sino que también perpetúan ciclos de exclusión y violencia que afectan al colectivo en su conjunto.
La situación es particularmente preocupante en un contexto donde el acceso a la salud mental inclusiva sigue siendo limitado. En muchas regiones, los profesionales de la salud carecen de formación adecuada para atender a personas LGBTIQ+, lo que agrava aún más la vulnerabilidad de este sector.
En paralelo, las organizaciones de la sociedad civil y algunos sectores públicos han comenzado a implementar iniciativas para contrarrestar esta realidad. Sin embargo, los avances son insuficientes frente a la magnitud del problema.
La urgencia de estas cifras invita a la reflexión: ¿cómo pueden el Estado, las instituciones educativas y la sociedad en su conjunto trabajar en conjunto para crear espacios de apoyo, aceptación y acompañamiento? Garantizar el bienestar de todas las personas, sin importar su orientación sexual o identidad de género, no es solo una cuestión de justicia social, sino una deuda ética que no puede seguir postergándose.
A medida que las marchas del orgullo recorren las calles del país, la pregunta se hace inevitable: ¿qué pasos concretos se están dando para asegurar que vivir con orgullo sea realmente posible?