Acostado en su cama en la habitación que compartía con dos religiosos, Rafael*, quien tenía entonces 20 años, enterró las uñas en las palmas de sus manos hasta sentir dolor y rezó una y otra vez.
Insomne, caminó hacia el baño y, furioso y llorando, agredió su órgano sexual y lo envolvió en cubitos de hielo.
En otras ocasiones se había acostado en el suelo frío o quedado bajo una ducha fría hasta el amanecer, rezando y suplicando. “Espíritu enemigo, manifestación del mal. ¡Sal de mí!”
Esas oraciones y los tormentos eran parte de un ritual nocturno que el seminarista llamó “exorcismo de la homosexualidad”.
En esas noches, Rafael rogaba dejar de ser una persona “desordenada”, como en los documentos de la Iglesia católica definen a los hombres y mujeres homosexuales.
“Señor, cúrame de todas las tendencias homosexuales”, suplicaba el estudiante, que había llegado a la capital del estado de Sao Paulo dos años antes.
Desde las primeras lecciones que recibió cuando ingresó en un seminario diocesano en 1994, Rafael sintió el peso de una contradicción insuperable en las reglas de la Iglesia: durante años, sus líderes habían dicho que la homosexualidad es “contraria a la ley natural” y que los hombres con “tendencias homosexuales fuertemente arraigadas” no pueden ser sacerdotes.
Para Rafael, el tormento aumentó después de los retiros anuales de su seminario, en el interior de Sao Paulo.
Frente su audiencia de seminaristas, los sacerdotes reforzaron la idea de que la homosexualidad era una “enfermedad”, un “fruto de la acción del mal”.
La idea de tener que “curarse” persiguió a Rafael durante mucho tiempo.
Nueve años después de las noches de exorcismo en el seminario, ya ordenado sacerdote, escribió en una especie de carta dirigida a Dios.
“Estoy cansado de pretender ser quien no soy. Quiero descansar”, recuerda Rafael, hoy sacerdote en las afueras de Sao Paulo.
“Por favor, Dios, llévame. Prefiero la muerte”.
Soledad
Las historias de los sacerdotes homosexuales se viven en secreto, se discuten solo entre ellos, se tratan en guetos dentro de las congregaciones, bajo el temor de la persecución y la caza de brujas.
O, simplemente, en soledad.
No hay estadísticas oficiales sobre el número de sacerdotes católicos homosexuales en Brasil.
De los 27.000 sacerdotes en el país, no hay uno solo que actualmente ejerza el sacerdocio y haya revelado públicamente su homosexualidad. En Estados Unidos, poco más de 10 han hablado públicamente sobre su orientación sexual.
Sin embargo, docenas de sacerdotes e investigadores brasileños sobre el tema estiman que el número de homosexuales entre los religiosos del país es significativo.
Curas, educadores del sacerdocio y académicos que hicieron comentarios para este reportaje estiman que, de los hombres en el clero, al menos un 30% son homosexuales.
Un sacerdote gay del estado de Ceará le dijo que, en su orden religiosa del noreste del país, “al menos un 80%” de sus colegas tienen esa orientación.
Un seminarista dijo al informe que, en su clase de 40 estudiantes en el interior de Sao Paulo, 30 eran homosexuales.
Y un investigador que estudia en un monasterio católico en el noreste del país dice que el “90% del clero es gay”.
Seis sacerdotes y seminaristas homosexuales de cinco estados brasileños acordaron compartir sus historias, a lo largo de un mes, para este reportaje.
Todos pidieron mantener el anonimato, por temor a las represalias.
Aun si practican el celibato, según lo dictaminado por la doctrina católica, si sus superiores consideran que tienen una orientación sexual inadecuada, pueden ser expulsados de la Iglesia.
Un sacerdote de Bahía dijo, antes de aceptar a conceder la entrevista: “Mi vida depende de este anonimato”.
Y es que, podría perder no solo su trabajo, sino también su hogar, el seguro de salud, la jubilación y a los amigos.
Tendría que abandonar la parroquia que dirige hoy, en el interior de Bahía, con “una bolsa de ropa vieja”, unos pocos cientos de reales en su cuenta bancaria y sin tener idea de qué hacer después.
Curas gay en el fuego cruzado
En los últimos años, el debate sobre cómo debería lidiar la Iglesia con la homosexualidad entre sus filas ha aumentado.
En 2013, al responder una pregunta sobre la influencia de los sacerdotes gay en el Vaticano, el papa Francisco dijo su famosa frase, “¿Quién soy yo para juzgar?”, algo que llenó de esperanza a los católicos LGBT.
Al año siguiente, en el Sínodo sobre la Familia, el Papa hizo una referencia directa a los “dones y cualidades” de los homosexuales y preguntó si la Iglesia los “podría acoger”.
El aparte no logró el número necesario de votos de los obispos para aparecer en el documento final de la reunión, pero fue recibido como una nueva forma de abordar el tema.
La reacción en los sectores católicos tradicionales fue fuerte.
Hay quien señala que el intento de una mayor apertura habría influido en una campaña contra el Papa que se vio agravada por la acusación de que Francisco encubrió o toleró el abuso sexual de menores por el excardenal estadounidense Theodore E. McCarrick (luego expulsado de la Iglesia por el Papa).
En una carta abierta, un exembajador del Vaticano en Washington, Carlo Maria Viganò, incluso solicitó la renuncia del sumo pontífice y denunció la presencia de una “mafia rosa” en la Santa Sede.
Según Viganò, este grupo abogaría por dar más poder al clero homosexual y encubriría casos de pedofilia.
Las docenas de estudios llevados a cabo en varios países nunca han encontrado una relación entre ser gay y abusar sexualmente de niños.
Aún así, los obispos y los cardenales de esos mismos sectores tradicionalistas insisten en señalar a los sacerdotes homosexuales como la causa del problema dentro de la Iglesia.
En manifestaciones posteriores sobre el clero gay, el propio Papa pareció volverse más crítico.
Dijo, en mayo de 2018, que la homosexualidad está “de moda” y que “es mejor que abandonen el sacerdocio que continuar viviendo una doble vida”.
Finalmente, en una nueva apertura, en septiembre, Francisco recibió al sacerdote jesuita James Martin, un defensor de la causa gay entre los sacerdotes.
La reunión fue vista como una nueva señal de apoyo del pontífice para dar la bienvenida a los homosexuales.
Nunca en parejas
Los aspirantes al sacerdocio aprenden cómo funciona el armario católico en el seminario.
Muchas de las normas de estos claustros de formación existen solo para combatir las “tendencias homosexuales” entre los seminaristas, como recuerdo el padre Rafael, quien tiene ahora 45 años, durante una conversación mantenida en la cocina de la sencilla casa donde vive, cerca de su parroquia en Sao Paulo.
Dice que caminar en parejas por los pasillos y los patios por la noche, por ejemplo, no era algo que se viera con buenos ojos.
Los dormitorios siempre los compartían tres o cinco seminaristas, “nunca dos, ni cuatro”, recuerda.
“Era una regla que todos entendían: evitar la formación de parejas”, dice el sacerdote.
“Pero lo que terminó inhibiendo fueron las amistades”.
Miraban las noticias después de la cena, o iban al cine, solo si los seminaristas estaban en números impares.
“Causa una atmósfera tensa, no natural y pacífica. Siempre hay ojos puestos en ti. Y eso dura siete u ocho años”, comenta otro seminarista.
Dos seminaristas (uno de Minas Gerais y el otro de Piauí) revelaron reglas similares en sus rutinas.
“¿Quién puede pensar que este es un buen ambiente para que una persona tenga una base emocional saludable?”, se pregunta el padre Rafael.
“Es importante tener un buen desarrollo emocional para estar bien contigo mismo y luego poder servir bien a los fieles. ¿No es esa la razón de ser de la Iglesia?”
Desde sus años de formación, Rafael también acarrea un sentimiento de culpa.
Según el catecismo de la Iglesia, la masturbación se considera un pecado grave, porque representa un acto sexual cuyo propósito no es la reproducción.
Además, si involucraba pensamientos homosexuales, era una “manifestación del demonio”, una “sensación horrible”, explica Rafael, y sobre la cual no podía hablar con nadie, por temor a ser expulsado.
Durante este período juvenil, entre 20 y 25 años, el seminarista consideró diferentes estrategias para combatir este “mal”.
Además de aplicarse hielo en los genitales, quería tener un cinturón de castidad (“pensé que una cerradura lo resolvería”) y decidió dejar de comer sus platos favoritos (“una idea de purificación ante el placer”).
Otro sacerdote gay, Aurelio*, quien es ahora el párroco de una ciudad mediana del interior de Bahía, dice que en su seminario, a principios de la década de 2000, se mencionó a los santos católicos “exitosos” en la represión de la sexualidad como ejemplos a seguir.
San Francisco de Asís, dijeron los preparadores, se habría arrojado sobre las espinas de un rosal o a la nieve si sintiera impulsos sexuales demasiado fuertes.
A los 20 años, Aurelio pensó que la falta de sueño le ayudaría a frenar sus deseos, según él intensos en aquel momento.
“Me forcé a dormir un máximo de tres horas por noche. Trabajaba extra, pasaba las noches en vela, me cansaba mucho”, recuerda.
“Pensé que si estaba realmente cansado, no tendría deseos”.
Como resultado, perdió más de 10 kilos y, una mañana, se cayó de la cama y durante días no pudo levantarse.
Por aquel entonces la confesión fue una suerte de alivio.
“Solía ir al confesionario en bata. Salía del baño muerto de culpa por tener placer sexual solo”, recuerda el padre Rafael.
“Fue un alivio incompleto. El confesor no me inspiraba confianza, así que no le hablé de mis fantasías por temor a ser perseguido. Poco después me volví a sentí culpable”, recuerda.
“La sexualidad fue un infierno, día y noche. Un terror”.
En las clases de doctrina, las dudas se multiplicaron.
“¿Masturbación, un pecado grave? Honestamente ¿está Dios preocupado de si te tocas? Y luego vas al confesionario y no dices que trataste mal a los pobres, que manchaste la imagen de alguien… El único pecado era la sexualidad”, dice Rafael .
“Demonicé esa parte de mí. Me di cuenta de que tenía la ‘tendencia’ y me volví loco. Recuerdo el día en que me dije:‘Dios mío, sospecho que soy gay. Ni siquiera merezco estar vivo’“.
En su seminario, Rafael escuchó por primera vez una expresión común en aquel contexto: las “amistades privadas”.
Así llamaban los superiores a las relaciones entre los jóvenes que creían que eran homosexuales.
“‘No podemos ceder a las amistades privadas’, nos decían, y era una regla que siempre se repetía”, dice Rafael.
“Era una forma de decir que la cercanía entre amigos estaba cayendo en ‘anormalidad’. Lo viví. ‘Mira quién viene, una amistad privada’, solíamos oírles decir mi mejor amigo y yo”.
Pero Rafael estaba decidido a vivir célibe y también a disipar las sospechas de que no respetaba esta regla.
“La consecuencia es que los seminarios capacitan a adultos jóvenes muy inmaduros emocionalmente”.